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Encabezado 1

la esfera reflexiva

M. C. escher (1935)

Por Alexis Rodríguez 

Escher-Hand-with-Reflecting-Sphere-1935.

 

Quiero comenzar este ensayo sobre la versatilidad del verbo leer y sus avatares históricos, con esta afirmación: leer es quizá acceder a una esfera reflexiva. El título de la litografía de M. C. Escher, Hand with a Reflecting Sphere (en el original holandés Hand met spiegelende bol), de 1935, no resulta fácil de traducir: en algunos casos he optado por “la esfera reflejante” (que aniquila la ambigüedad), o por la “la esfera de vidrio” (que pierde toda la magia, porque se fija en la materia de la esfera y no es su virtud); optaré por “la esfera reflexiva”, que mantiene el juego de su doble sentido: la de que se trata de una esfera que como un espejo refleja el rostro de su autor; la de que lo que está en juego es del orden del pensamiento, del orden de la imaginación. 

En esta litografía -un autorretrato- Escher sostiene con su mano izquierda una esfera de vidrio (dado que se trata de una litografía, se trata realmente de la derecha; recordemos que Escher era zurdo), que lo refleja y refleja al mismo tiempo su estudio. Lo que me interesa de esta imagen que prueba una vez más el interés de Escher por los espejos y por las imágenes especulares es lo que su composición plantea.

 

Escher, cuyos ojos ocupan el justo centro de la esfera, aparece dominando su entorno completo, su estudio, sus libros, las reproducciones de arte; todo este mundo está en sus manos: son su mundo. La mano no solo sostiene esta esfera y se refleja a sí misma, sino que queda claro que la mano del artista ha dado forma a todo este orbe. Se rinde así un homenaje a la maestría, a la destreza del artífice, a su capacidad para manipular un orden de elementos: su imagen, sus libros, sus objetos, su cuarto, sobre el cual ejerce su más absoluto dominio. 

Mas en una segunda lectura es posible determinar que la mano y la esfera, a pesar de la detallada morfología y la textura de la piel, se erigen sobre un universo abstracto, podríamos decir que penden del vacío. Entre tanto, el espejo, devuelve la imagen de un mundo, comprimido, distorsionado, atrapado en una geometría surrealista. De tener en la mano el mundo a estar encerrado en un mundo de ficción parece así no haber sino un leve margen; el mismo margen que habría entre la razón y la locura. 

Mientras el fondo de la imagen no revela detalle alguno de su naturaleza, la esfera se convierte en un ojo que permite observar el mundo interior del artista, un mundo de líneas y de curvas que dan a los objetos formas ilusorias que contrastan con los detalles minuciosos de la mano que sostiene ese mundo, el juego de luces y sombras en cada uno de los objetos. Como lo plantea Alberto Manguel en Leyendo imágenes (Manguel, 2002), las imágenes nos llaman la atención por lo que cuentan o por lo que ocultan o por lo que parecen querer decir. 

 

En una obra como Hand with a reflecting sphere bien vale la pena preguntarse qué historia cuenta esta imagen, a qué clase de mundo pertenece. Preguntarse ¿qué resulta insólito? La luz que ilumina la mano, la mano del propio autor, parece venir de la misma fuente de luz que ilumina el cuarto. La biblioteca envuelve al autor por los lados, por encima; cada pieza del mobiliario toma un aspecto inusual e incluso algunos se pliegan o se doblan comunicando una efecto sinuoso. 

El artista en el centro de la imagen, con su mirada inquisitiva, se muestra en pleno domino del mundo real y del mundo virtual (de la realidad y la reflexión); por su parte, el espectador de la imagen es sutilmente atrapado por este universo ilusorio. La litografía de Escher es análoga a la historia narrada por Julio Cortázar en Continuidad de los parques, en donde un lector que ha abandonado la lectura de una novela por sus ocupaciones, al llegar el sábado en la tarde, en la  soledad de su mirador sobre el parque de los olmos, después de despedir a los empleados de su estancia, decide volver sobre su lectura. La historia que lee relata la historia de una pareja de amantes furtivos, que reunidos en una cabaña planifican asesinar al marido. La mujer da a su amante las últimas instrucciones sobre cómo llegar hasta la casa. El amante, cuchillo en mano, se acerca al porche, asciende la escalera, entra por la puerta del salón y descubre a su víctima: ¡leyendo una novela! (Cortázar, 1964) 

Siguiendo la analogía, como espectadores de la litografía de Escher nos reconocemos en la mirada de Escher, que nos observan sin importan desde qué ángulo los enfrentemos. Leer es reflexionar: es decir, volver sobre sí mismo. El lector se reconoce en esta mirada: absorta, perdida, admirada; reconoce los objetos familiares, el sillón de lectura, la mesa de trabajo, los cuadros y grabados, la fila de libros que parecen envolver al hombre sentado. Esta esfera puede ser interpretada como una metáfora de la lectura, de los mundos posibles creados literariamente. 

Si aceptamos la imagen de Escher como metafórica representación de la lectura, vale la pena que analicemos dos detalles más: en primer lugar es evidente la soledad del lector, su capacidad para aislarse. Como lo señala Juan Domingo Argüelles, en su Antimanual para lectores y promotores del libro y la lectura (Argüelles, 2008), la lectura no es la vida; el lector es un ser extraño que se retira del mundo. Los lectores son rara avis que afirman que se vive para leer: no que lee para vivir. Escher capta el aislamiento, el aire inquisitorial de su mirada, la lucidez mórbida del lector, su falta de generosidad.

 

Capta, en segundo lugar, su coexistencia en un mundo distorsionado, en un universo esférico; su capacidad para adaptarse a una burbuja; fuera de esa burbuja ilusoria no hay nada, simplemente una superficie de luz y de sombra. A diferencia de la imagen de la mano divina tendida a los hombres desde las esferas celestes (Dextera Domini), el hombre moderno sabe que su único sostén es su propia mano, una mano que resulta igualmente reflejada. Todo arte moderno es autorretrato. Por instantes olvidamos que el hombre que “nos observa” en este juego de ilusiones, en realidad solo se observa a sí mismo. Invirtiendo la ecuación: nos observa solo en la medida en que se mira a sí mismo, como lo demanda una legítima hermenéutica del sujeto (Foucault, 1982). 

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